Conviene abordar el presente artículo bajo una debida contextualización del fenómeno eutanásico, tal como pretende presentarse en la España posmoderna de nuestros días. En esta sociedad “líquida” donde lo que prima sobre todo es lo que cada individuo quiere y desea, la progresía neoliberal, ya de izquierdas o derechas, abandonando postulados tradicionales y la moral “de toda la vida”, se centra en dar satisfacción a lo que cada uno quiere, de modo que ha de servirse a la carta toda la efervescencia de deseos que esta sociedad de consumo puede ofrecer, que es infinito.
Así pues, los conocidos paradigmas que campean en esta multitud foucaultiana que nos bombardean contantemente: ideología de género, feminismo, universo LGTBI, salud reproductiva, multiculturalismo, transhumanismo, animalismo, veganismo, etc. han ido deconstruyendo con su gran potencia “performadora” de la realidad, con su lenguaje eufemístico y bajo su intachable presunción de corrección moral, el sistema de valores que ha acompañado a la humanidad, desde sus albores hasta la irrupción del mayo de 68 y su trasunto posmoderno, desarrollado con enorme vigor en los Estados Unidos hasta convertirse en el fenómeno globalizador que acalla y adormece las conciencias europeas y las de todo el mundo.
En este universo maleable en el que todo cabe y en el que solo importa no disentir de la neoreligión impostada, se soporta poco la disidencia que pueda ejercer un pensamiento libre que atente contra cualquiera de aquellos dioses paradigmáticos y fagocitantes que marcan la corrección política. Inmediatamente el libre pensador será tachado de fascista, reaccionario o, simplemente, será ridiculizado en los múltiples mass media que alienta y subvenciona el sistema político con su legión de articulistas, contertulios, presentadores y humoristas del régimen, prestos a hincar sus caninos a quien perturbe el establishment de lo políticamente correcto. Sirva, por lo tanto, este breve introito filosófico para situar una reflexión sobre la eutanasia y sobre los motivos por los que propiciar la muerte de un ser humano, llega a ser aceptable por una comunidad política, hasta el punto de poder alcanzar rango legislativo.
Si contemplamos nuestro entorno cultural próximo identificado con el occidente europeo, solo tres estados regulan abiertamente la eutanasia: Países Bajos (2002), Bélgica (2002) y Luxemburgo (2009). Fuera de Europa se permite en Canadá, Colombia y en algún territorio australiano. Además, en su modalidad de eutanasia pasiva y/o suicidio asistido se regula en Alemania, Suiza y algunos estados de EE.UU. Está prohibida en México y curiosamente en ciertos países del antiguo área comunista como Polonia, Croacia y Bulgaria. En nuestra vecina Portugal no llegó a aprobarse en 2015.
Sin pretender entrar en una conceptualización exhaustiva, que no corresponde a la brevedad de este artículo, podemos decir que eutanasia activa será la muerte que el sistema de salud proporciona a quien lo pide por un motivo supuestamente piadoso (evitar el sufrimiento). La eutanasia pasiva será interrumpir o no aplicar un tratamiento médico, con la misma intención piadosa, a sabiendas de que ello ocasionará la muerte de una persona. Y por fin, el suicidio asistido consiste en proporcionar los medios farmacológicos adecuados, por parte del sistema de salud, a alguien que quiere quitarse la vida. Hay que decir que en todos estos casos ha de confluir el consentimiento del paciente y el hecho de que la salud del mismo se halle en una situación terminal o de sufrimiento insoportable (ampliable a supuestos de sufrimientos psíquicos).
Ciertamente, no estamos ante un tema sencillo. Por el contrario, admite prismas variados desde órbitas tan dispares como la ético-moral, la religiosa, la ideológica y, por supuesto, la jurídica; todas ellas respetables y una de ellas funesta. Nos referimos a la órbita político-constructivista.
El constructivismo político se halla al servicio de lo socialmente correcto y hoy día lo correcto (así lo considera la clase gobernante de la España actual) es admitir como invitado de honor al olimpo de la mitología biempensante a la denominada “muerte digna”, eufemismo de nuevo cuño imputado a la eutanasia. El mero hecho de necesitar del característico eufemismo terminológico hace al concepto sospechoso, por ello preferimos hablar de matar o quitar la vida a una persona bajo cobertura legal, puesto que la dignidad de la muerte no depende en absoluto del modo de morir, sino del hecho mismo de ser persona. En este sentido, el legislador constituyente de 1978 otorgaba al bien jurídico vida una protección absoluta, puesto que, se diga lo que se haya dicho en posteriores interpretaciones jurisprudenciales, en aquel tiempo no era concebible anteponer a la vida ningún otro interés, de ahí que tampoco lo era representarse como posible “el derecho” a ser matado (o de abortar, en otra vertiente) y quitar la vida se reservaba al Estado solo como pena impuesta al que cometía los peores crímenes en tiempos de guerra.
En aquella época, la sociedad española apostaba decididamente por la vida, y por ello el artículo 15 de la CE expresaba: “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra.”. Dicho precepto se ubicaba como el primero de los derechos fundamentales y se fijaba como presupuesto de todos los demás. En dicho sentido la constitución no hacía sino reconocer lo que estaba al alcance de cualquier conciencia sana, y era que la vida no se concede por el Estado, sino que la tiene el individuo desde su concepción hasta su final físico y a aquel no le queda más que atribuir su protección más enérgica frente a cualquier ataque que pudiera sufrir la vida desde su inicio hasta su final.
¿Qué ha ocurrido pues para que actualmente se hable sin sonrojo de derechos como la eutanasia o el aborto? Una mutación evolutiva producida desde la ilusionante sociedad venida del último franquismo, heredera de valores tradicionales de gran solidez, adquiridos en familias normalmente estables y con frecuencia numerosas, con una actitud colorista ante el porvenir, pese a todos los problemas que tenía que resolver, que eran muchos y variados. Una mutación que, como se ha dicho, se fue produciendo lenta pero inexorablemente hasta desembocar en la sociedad blandiblú que padecemos hoy, en la que a todos nos tienen que dar nuestro trocito de pastel para no llorar como niños enrabietados. Y eso, aunque el pastel sea tan amargo como la muerte…
La Propuesta de Ley de regulación de la eutanasia, presentada por el grupo socialista el 24 de enero de 2020, es un ejemplo paradigmático de negación de la realidad natural. Es la famosa “compasión” neoliberal y posmoderna que a todos da gusto bombardeando, desde la afectividad lacrimosa a una batería de silogismos sofistas que pretenden anteponer derechos como la autonomía del paciente, la dignidad personal o la libertad del individuo al hecho mismo de vivir hasta que a uno se le acabe la vida, lo que no es en modo alguno incompatible con la dignidad ni con la ausencia de sufrimiento, como veremos después.
Así pues, si desgranamos la exposición de motivos de dicha propuesta nos encontramos con un típico argumentario en el que no faltan los elementos del progresismo neo-liberal con su imprescindible pátina progresista de nuevo cuño.
Por un lado, se nos dice que existe un amplio debate en la sociedad española que se reaviva “a raíz de casos personales que conmueven la opinión pública” –valga, como no, la apelación a los sentimientos de la multitud-. Es sencillamente incierto. Una vez más el poder “performativo” de nuevo cuño tiende a la creación de realidades no reales –valga el oxímoron-, puesto que no resulta en modo alguno acreditado que el llamado debate sobre la eutanasia haya sido creado por un sector de población significativo, más allá de los grupos de afección cuasi-religiosa a la ideología imperante. Todos recordamos el canto a la muerte que la sociedad española se vio casi en la obligación de celebrar con la película “Mar adentro”. Dicha película, convertida en objeto de culto, presentaba el caso real de una persona aquejada de una grave enfermedad invalidante que ansiaba morir. La película mostraba únicamente el infierno, pero se guardaba mucho de mostrar la esperanza, sencillamente porque el protagonista la había perdido. Sin embargo, cada día hay cientos y cientos de casos de personas que tienen padecimientos parecidos y que viven rodeados de amor; que están cuidados y tratados por magníficos profesionales paliativistas, tan abnegados como los que han arriesgado sus vidas cada minuto de cada día en la pandemia de la COVID-19. Por otro lado, se nos dice que la eutanasia sería aceptada por una gran mayoría social, pero no tenemos noticia de que la opinión publica haya sido pulsada nunca (menos formada) con otras propuestas alternativas más beneficiosas, como la que ofrecen los cuidados paliativos en los que España cuenta con un desarrollo en su aplicación envidiable en el mundo.
Pero lo verdaderamente inquietante de esta exposición de motivos es que plantea un conflicto irreal de derechos entre el llamado “derecho a la vida” y otros derechos y valores como la dignidad, la libertad o la autonomía de la voluntad. Grandes palabras que extienden el níveo manto de la irreprochabilidad moral sobre una realidad inquietante: el Estado claudicante en su papel de proteger la vida de sus ciudadanos. Una vez más estamos ante un sofisma evidente. Se dice en la presentación de esta propuesta legislativa que la constitución no contiene un mandato de proteger la vida a toda costa y que el derecho a la vida no es absoluto, y así se le pone al mismo nivel que otros derechos mencionados en un revolutum del que surge este nuevo constructo social: el derecho individual a la eutanasia, como en su día surgió el derecho al aborto.
Sin embargo, algo de todo esto es cierto; pese a que varios instrumentos jurídicos nacionales e Internacionales (Declaración Universal de Derechos, v gr.) califican a la vida como derecho fundamental, lo cierto es que la vida es mucho más que un derecho, es una realidad anterior al propio orden jurídico y a la comunidad política que, por lo tanto, solo puede reconocerlo como máximo bien jurídico y protegerlo a través de su constitución. Desde esta perspectiva no hay un derecho a la vida, sino un derecho a que nuestra vida sea protegida.
Parte de la literatura jurídica, basándose en dicho aserto, afirma que no existe una obligación a seguir viviendo que sea constitucionalmente defendible, de donde nacería un derecho a poner fin a la vida propia en aras a la libertad de cada uno. Con ser dicha opinión respetable, no explica el empeño que pone el Estado en evitar suicidios. Imaginemos a un suicida que pretende tirarse de una terraza, ¿no es cierto que la policía intentará disuadirle, incluso utilizar la violencia para frustrar sus fines? ¿Sería eso un ataque a su libertad personal? Por lo tanto, como mínimo tenemos que concluir que si no existe una obligación a seguir viviendo tampoco existe a poner fin a la vida sin más y que existe un interés del Estado en que la gente no vaya suicidándose por ahí.
Cierto es que la “santidad” de la vida como concepto ético-tradicional no es compatible hoy día con una sociedad aconfesional y multicultural que, por lo tanto, nos impide hacer de ella un basamento jurídico que valga con carácter universal a toda la comunidad política. Pero con nuestro absoluto respeto a todas las opiniones y, por supuesto, al sufrimiento real y terrible de muchas personas, la comunidad política ha de presentar una alternativa de esperanza, porque, al margen de posicionamientos técnico-jurídicos, existe una pulsión de vida en cada ser humano que es tan real y necesaria que forma parte del concepto vida, de modo que no cabe hablar de vida disociando la pulsión que va ligada a la misma. Puede definirse como un impulso que tiene como objeto preservar la propia supervivencia.
Desde esta perspectiva, buscar la muerte es la constatación de un fracaso personal y nadie quiere fracasar realmente hasta el punto de negar su propio estímulo vital. Ante problemas personales de esta envergadura, ante el terrible sufrimiento de la gente, físico y/o moral, el Estado no puede limitarse a poner su organización política y jurídica como invitatorio a la muerte, y eso es, precisamente, lo que hace el gobierno y su grupo político en el Congreso: ofrecer la salida “fácil”, elegir la muerte.
Como se ha dicho anteriormente, esta iniciativa resulta del todo coherente con el tipo de sociedad que hemos construido en la que no hacemos un absoluto de la vida, pero sí de la autonomía personal. Hacemos de ésta la base propia de la nueva civilización posmoderna en la que no cabe negar ninguna opción por dura o triste que parezca, como en verdad es la eutanasia, porque lo cierto es que hablar de “muerte buena” o “muerte digna” cuando nos referimos a la eutanasia es un contrasentido inasumible, ya que la vida no quiere muerte, sino un desarrollo sin límite, de modo que éste nos venga impuesto forzosamente y por las normas de la propia naturaleza.
¿Qué alternativa queda, pues, ante el sufrimiento extremo? Sin duda, los cuidados paliativos, es decir, la atención personalizada a cada uno de estos pacientes en todas sus esferas: personal, moral, psicológica, espiritual y física. Mucho más necesaria que una ley que ayude a morir lo es una ley que ayude a vivir a las personas, es decir una verdadera ley de protección de la vida, de la salud y de la integridad psicológica y moral de los ciudadanos. En dicho sentido, resulta muy sorprendente que España sea uno de los países que cuenta con los mejores médicos paliativistas del mundo y sin embargo no exista, como hay en otros países (18 en total de los 53 estados europeos), una especialidad médica que se refiera a los cuidados paliativos.
Según la American Cancer Society los cuidados paliativos pueden incluir medicamentos para controlar el dolor, las náuseas y otros síntomas, ayuda con necesidades emocionales y espirituales, apoyo para ayudar al paciente a entender mejor la enfermedad y el diagnóstico, asistencia para tomar decisiones médicas, coordinación con otros médicos del paciente y seguridad de que todas sus necesidades de cuidado físico, emocional, espiritual y social están siendo atendidas. Como es de advertir, el contenido de tales cuidados se sitúa en las antípodas, tanto de la eutanasia como del llamado ensañamiento terapéutico, entendido como la utilización de terapias que no pueden curar al paciente, sino que simplemente prolongan su vida en condiciones penosas.
En conclusión, podemos afirmar que no hay más muerte digna que aquella que contempla el hecho de morir como un acto verdaderamente humano, es decir, un acto en el que la persona es consciente de que puede tomar ciertas decisiones importantes en uno de los momentos más trascendencia de su existencia, como el tratamiento a recibir para aminorar el dolor o la angustia, tener cerca a sus seres queridos, gozar de asistencia espiritual conforme a sus creencias, disponer sobre su patrimonio, etc. Y gozar de la paz de que su final responde a la consunción propia de su naturaleza sin que ni la eutanasia, por un lado, o el ensañamiento terapéutico, por otro, puedan alterar el final espontáneo de su vida. Un Estado verdaderamente moderno y avanzado, a través de la paliación médica, deberá crear las condiciones para que todo ello sea posible, con independencia de los costes que ello suponga.