No es fácil hablar de uno mismo. Tampoco lo es hablar de la profesión de uno mismo, porque es lo cierto que falta la perspectiva que hace nuestros argumentos suficientemente objetivos y, por ende, realmente útiles. Por lo tanto, consciente de esta dificultad y también consciente del escaso tiempo que casi todos disponemos para darnos a la lectura, voy a cansar a mis ocasionales lectores nada más que con unas pocas líneas que hablen de por qué considero que el papel del abogado es imprescindible.
Leí el otro día, no sé dónde, que entre las profesiones que pueden ser sustituidas por la robótica se encontraba la de abogado. Me llené de estupor. ¿Cómo puede ser posible algo así?
De inmediato recordé un cuento de Giovanni Papini que leí en mi época de estudiante; se juzgaba a un pobre desgraciado acusado de un delito grave (El Tribunal Electrónico, para quien sienta curiosidad). Se introducían los datos circunstanciales en una máquina procesadora y a los pocos minutos, ¡voila!, aparecía una calavera en una pantalla del mecanismo que naturalmente indicaba una segura e irrefutable condena a muerte.
No es tan fácil. Pese a los más fervientes defensores de la tecnología, esta profesión va mucho más allá de una mera descripción circunstancial de datos. En ella está la carne, el espíritu, la médula de la condición humana… Los abogados contactamos con lo más profundo de esta alma común que hace que a veces nos amemos o abracemos, nos repudiemos o, incluso nos odiemos. Ante nuestros ojos y oídos pasean con frecuencia las distintas pasiones –siempre tan genuinamente humanas-, la codicia, la ira, la avaricia y, cómo no, en su posición cimera, la soberbia. Transformamos aquéllas y las hacemos traspasar el tamiz sensato de las leyes para presentar ante el tribunal una savia elaborada en forma de pretensión legítima merecedora de la mejor respuesta. Ergo, machinis quo vadis? El futuro sigue siendo de los humanos, también de los abogados.